Cuando nos enteramos que estábamos embarazados mi cabeza se convirtió en un torbellino de preguntas ¿como sería mi bebé?, ¿niño o niña?, ¿a donde iríamos en nuestras primeras vacaciones?, ¿cuál será su nombre?, ¿a quien se irá a parecer?… pero no solo pensaba en ella, voy a ser muy honesta cuando les cuento que también me preocupaban los cambios que tendría mi cuerpo, y es que como a casi todas las mujeres no me gustaba pensar en tener mil cambios que me harían desconocerme, un embarazo es sinónimo de gordura, manchas en la piel, caída del cabello, estrías y otras cosas que estigmatizan este proceso (¿así quien no se asusta?) yo pensaba: ¿y si quedo fea?, ¿Si mi cuerpo no vuelve a ser el mismo? ¿y si después de tener a Alicia no le gusto a mi esposo?
Algo que es cierto es que esto es una realidad a la que todas las mujeres debemos enfrentarnos, porque este es un proceso que inevitablemente va a transformar nuestro cuerpo y lo digo LITERALMENTE: que los pulmones para un lado, que el hígado para el otro, que el estomago para arriba, que la vejiga para abajo, etc. Aunque de estos cambios poco nos dicen, porque en nuestra cultura importa más el físico, y cuando entendí esto cambió mi forma de pensar ¿acaso eso iba a quitarle valor a mi embarazo? Pues no! Así que seguí cuidándome con una crema que recomiendo mucho llamada Luciara (no lo digo porque me patrocinen 😉 ), tomaba agua (y vivía en el baño orinando) y procuraba no rascarme la barriguita (me desquitaba quejándome con mi esposo por no poderme rascar jajajaja!), pero siempre aceptando con amor cada cambio que mi cuerpo tenía, porque comprendí que serían marcas de amor que valía la pena.